Domingo XXIV Ordinario Lc 15, 1-32
Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro
En el Evangelio de este domingo se nos presenta una división interesante: ‘los buenos y los malos’. Entre los malos se menciona a los publicanos, explotadores al servicio de Roma, y a los pecadores, gente que no va a la sinagoga el sábado, no ayuna, no reza tres veces al día, no paga el tributo al templo ni los diezmos, no observa las leyes de pureza, etc.
Y por otro lado ‘los buenos’, los escribas y fariseos, lo interesante es que escribas y fariseos no se indignan con los ‘malos’ sino con Jesús, porque los acoge y come con ellos. No debe extrañarnos demasiado. ¿Qué dirían muchos católicos, si viesen hoy día a Jesús en reunión con personas de pensamiento distinto al suyo o de acciones violentas en contra de inocentes?
A la murmuración y la crítica de sus adversarios a los supuestos ‘buenos’ Jesús no responde con un ataque durísimo a su hipocresía sino contando tres parábolas (la oveja perdida, la moneda perdida y los dos hermanos), que insisten las tres en la alegría de Dios por la conversión de un solo pecador.
La parábola de los dos hermanos (conocida con el título equivocado de “el hijo pródigo”) es la que más encaja con el problema inicial. El hermano menor representa a publicanos y pecadores, el mayor a escribas y fariseos. Quien lee la parábola sin prejuicios, se escandaliza de la conducta del padre, que malcría a su hijo menor mientras se muestra duro y exigente con el mayor. Este escándalo es el mismo que experimentaban los fariseos y escribas con Jesús. Y es el que él quiere que superen pensando en el amor y la alegría que siente Dios como Padre que recupera un hijo perdido. El que no vea a Dios como Padre, sino como legislador, obsesionado porque se cumplan sus leyes, nunca podrá comprender esta parábola ni la vida y el mensaje de Jesús.
La parábola nos ayuda al mismo tiempo a autoevaluarnos. A veces nos portamos con Dios como el hijo pequeño que se marcha de la casa y sólo vuelve cuando le interesa; otras, en circunstancias familiares difíciles, actuamos como el padre, perdonando y aceptando lo inaceptable; otras, como el hermano mayor, condenamos al que no se comportan adecuadamente y evitamos el contacto con él. Conviene repasar la propia historia desde estos tres puntos de vista y ver cuál predomina.