Era bello como un Dios venido del Olimpo. Lo vislumbré entre la multitud y me acerqué poco a poco para contemplarlo. Estoy segura que la belleza le venía de adentro y la expulsaba a través de su voz tranquila y exacta. Comprometido y coherente, su trabajo era transmitir cierto conocimiento y concientizar para vivir mejor y cuidar el planeta. Estaba muy cerca de él y comprobé la belleza de su cuerpo, no era el efecto de la luz y la sombra ni el entorno o punto donde estaba. Ese hombre realmente emanaba una belleza natural. Lo tenía muy cerca y se me vino esa frase que era muy de la maestra de Español, la que impartió clases unos cuantos meses en aquella secundaria nueva perdida entre la sierra. Esa maestra llegó por un cambio inesperado, se llamaba Verónica y desde que nos dio la primera clase supe que admiraba a los griegos, que disfrutaba enseñar su materia y sabía bastante del tema. Sus clases eran distintas, casi actuadas, muy amenas. Esos hombres, protagonistas de las obras griegas eran dioses y semidioses, por eso eran tan gallardos, tan varoniles. Tan hombres. Esa maestra era alta y fuerte, de potente voz, su cara y sus manos vivían intensamente las expresiones literarias de esos personajes clásicos, hombres que sólo existen en los libros y gracias a ella y a su pasión pudimos conocer. La maestra Vero también era especial, por eso había llegado hasta nosotros, habitantes de un lugar poco accesible, carente de comodidades y servicios, pero ya teníamos secundaria. Tal vez los vientos, la necesidad nuestra o atraída por el mítico nombre de nuestro pueblo, la habían llevado hasta allá, como sucedía en las obras griegas que ella nos relataba con tanto ímpetu. Ella llegó como un chubasco y encendió la llama literaria entre muchos, y en mí más, creo. Un día cualquiera se despidió y se fue, se había acabado la permuta y volvía mar adentro como Ulises, a enseñar en la ciudad. Y nos quedamos desolados, un tanto inquietos, pero dichosos de haberla conocido aunque fuera un breve tiempo.
Así apareció esa mañana el hombre hermoso, lo descubrí entre la multitud de un domingo de agosto, con motivo de no sé qué por el medio ambiente y cultivos libres de contaminantes. Era un día fresco y nublado, excelente para explorar y andar de mochilazo en esos pueblos del Bajío. Ahí estaba yo, por fin en Dolores, Hidalgo, Gto. En esa feria nacional que transporta al pasado y se vive el presente. Tenía tiempo libre para platicar y observar a mi antojo. Y entonces lo vi y me detuve, era alto y fuerte como Aquiles. Atractivo como Héctor. Era blanco y de barba cerrada como Paris. Era entregado y audaz como Menelao. Me acerqué y me detuve a un metro de distancia, le vi los ojos y las cejas, le vi las pestañas, su nariz y su boca, observé sus mejillas y sus labios, escuché su voz y vi sus dientes y la punta de su lengua. Vi su respirar, observé sus manos y me detuve en su pecho, su playera decía Festival de la Tierra. Sus dedos tocaban los montículos representados en esa maqueta que simulaba una ciudad entera. Explicaba la forma correcta de contruir. Me acerqué más para escuchar mejor su voz entre el centenar de voces dispersas a mi alrededor. Sí, era bello como un dios, era real, era un hombre del siglo XXI. Tal vez un hombre de caminata y meditación; austero, ecológico y comprometido. Era armonioso parecía auténtico.
La gente reía, platicaba y seguía su caminar. Yo no tenía prisa y me quedé en absoluta contemplación. La multitud iba y volvía bajo los toldos de colores, la mañana seguía fría y yo me quedé bajo el cielo abierto admirando muy de cerca el trabajo del hombre bello.