La Ventana. Los recuerdos y La Coqueta

Diana Rubio Garay

Si cada quien hace lo que le toca otro gallo nos cantaría, rumoró don Chinto mientras estaciona a La Coqueta, su  bici azul que  compró hace mucho cuando se quedó sin caballo. Le daba pesar que los carros le pasaran tan cerquita y casi le rosaran el trasero ¡cómo si no hubiera más calle! Todos tenemos derecho a andar…estos brutos, piensa don Chinto. Por eso sus hijos ya no quieren que salga en bicicleta, bueno ni a pie lo  deja salir, pero él se escapa. ¡Ya parece que me voy a quedar en cama viendo que todos se van! ¡Váyanse al carajo! Ora que si no quieren que ande solo…que me  acompañen ¿verdad? Y don Chinto se ríe de buena gana, se siente joven y realmente está fuerte y lúcido, y quiere ser útil. Sus hijos y nietos se quedan calladitos cuando don Chinto les pide compañía, entonces ni quién diga yo, dice. Pues claro si todos se van a sus cosas y yo ni modo que me quede ahí encerrado, reclama el señor. Lo malo de aquí es que no saben  manejar bien, no hay respeto, y a uno como lo ven viejo con más razón le avientan el carro, charquean el agua o sacan polvo, total que me sacan sustos y de un baño no me escapo. ¡Qué salvajada! Exclama el abuelo de cara bonachona, y qué le  vamos a  hacer, como le digo, tengo que hacer mis mandados, ayudar en mi casa, mi señora…esa sí, ya no sale ni a la puerta, que las piernas, que las rodillas…

Ahora es  común ver  más bicicletas que bestias de carga en las zonas rurales, y no es por falta de ganas, comenta don Chinto,  es porque cada día se requiere ir más lejos para encontrar buena pastura, y uno ya no está para andar por allá  tan lejos, dice el buen hombre mientras se quita el sombrero y se rasca la cabeza. Él siempre fue de caballo, de buenos burros y mulas, se encariñaba mucho con sus animales, sembraba grandes pedazos de tierra y en tiempo de cosechas se maravillaba por el servicio que le daban sus animalitos, como los recuerda cariñosamente. A todos les ponía nombre y le entendían. Entonces yo estaba buenisano, nada de dolencias, sembraba mucho maíz, frijol, chile. Mucho garbanzo, caña,  mucho de todo. Aquí  podía ver secar al sol toda mi cosecha, aquí extendida en la era todo el fruto de  mi trabajo y de mis hijos, que entonces  me ayudaban y se ponían también muy contentos. Y salíamos a vender, íbamos al Lobo, a Xilitla, hasta Pisaflores y La Misión, por todos esos rumbos tenía mis buenos clientes. Y se acuerda que le entraron las reumas, que se vinieron años malos y el médico le prohibió hacer grandes esfuerzos, y yo de tarugo que le creí, recuerda entre carcajadas. El trabajo es la mejor medicina del hombre, así no anda uno pensando cosas malas y en los achaques.

 Don Chinto suspira, se rasca su cabeza y se acuerda del Flamingo, un caballito blanco medio pinto. Se le ilumina el rostro y recita sin que le falte un solo nombre de todos sus animales que tuvo y le ayudaron a trabajar. La Cenicienta, una yegüita josca muy dócil. El Bambi un burrito cachetón muy consentido. La Tucita, su mula  fiel que le duró muchos años. Y desde luego se acuerda de Pedro Infante, un buey de yunta buenísimo.  Y se le van los ojos cuando menciona al Catrín, su primer caballo, era negro y de buen porte, con su lucero blanco en la frente, lo montaba para ir a galanear, dice entre risas. Una bestia  come mucho y para que luzca bonito  hay que vacunarlo, darle sus vitaminas, su buena pastura, darle maíz, sal y  hacerle su herradura y yo ya no estoy para esos trotes. Por eso  tengo a mi Coqueta,  ahí calladita y recargada en la pared me espera siempre, dice don Chinto entre nostálgico y resignado a los grandes cambios de la vida. Saca su pañuelo y la limpia con delicadeza, moja el paño y le quita el polvo, le sopla fuerte ahí donde el trapito no alcanza. Le revisa minuciosamente las llantas, el freno y el asiento, mientras sigue platicando de los viejos tiempos, de sus animales y su siembra, cuando los montes realmente producían sin necesidad de echarles nada y las lluvias llegaban a tiempo.  Cuando todos hacíamos lo que debíamos hacer.

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